Cuando en este país desaparece una persona, probablemente fallecida en accidente o asesinada, se advierte una violencia de género o un maltrato hacia un individuo, salta la alarma y la indignación colectiva, los medios sobresiguen el acontecimiento hasta el hastío. Los padres de la víctima suplican públicamente. Alguno, pide audiencia con el presidente de la nación. La policía invierte tanto tiempo y medios en la búsqueda de un cuerpo que, traducido en dinero sería mucho, mucho dinero. Por supuesto el asunto se merece ésta atención o más.
Sin embargo, estamos sordos y ciegos ante los horrores como éste pero, multiplicado por mil, que ocurren fuera de nuestro entorno. Cuando, en cualquier país con un cacique al mando, se le permite que haga y deshaga como un Dios y un demonio a la vez.
Estamos tan acostumbrados a las palabras que no pensamos en su verdadero significado. Podemos leer en la prensa: “mil muertos”, sin pensar en los inocentes caídos por la maldad o la despreocupación ajena, ni pensamos en la madre que recoge del suelo a su hijo de cinco años mutilado. Podemos leer: “tortura” sin pensar lo que es saber que vas a morir de dolor mientras se ríen de ti. Podemos leer: “injusticia”, sin imaginar la impotencia del que ha sido despreciado y pisoteado.
Cuando el terrorismo mata aquí a una persona, España entera se indigna, se solidariza y se manifiesta en la calle. Cuando en otra parte matan a mil, entonces sólo es un titular. Nadie sale a exigir la cabeza del criminal, del genocida. Así todos permitimos que esto continúe ocurriendo, sin censuras.